sábado, 22 de mayo de 2010

DON JUAN. DIARIO DE UN NÁUFRAGO. 107

Quincuagésimo tercera actuación.

Un actor se desplaza por el escenario en la piel de su personaje y lo primero que percibe, la primera sensación que su cuerpo detecta no es la luz, ni la escenografía, ni el público, no. La primera sensación que percibe es el suelo. La vida del personaje depende en gran medida de sus pies. Y por tanto, la elección del calzado adecuado es vital para acercarnos a ese personaje.
Es difícil imaginar a un policia descalzo o a una grácil hada con botas de militar. No digo que sea imposible, en el teatro nada lo es pero, sin duda, aquello que nos une al suelo que pisamos es altamente condicionante para expresar con nuestro cuerpo, con nuestro movimiento, con nuestra presencia aquello que queremos transmitir.
Desde la primera función me perseguía la duda de qué calzado debía usar Jacobo, un fraile de un convento rural del siglo XVII. Puestos a pensar en qué podía llevar en los pies, y después de documentarme espiando a los monjes benedictinos de la maravillosa película El nombre de la rosa de Annaud, según el libro de Umberto Eco, llegué a la conclusión de que unas espardenyes catalanas con suela de esparto eran lo más aconsejable.
Pero ya en la primera previa alguien me comentó que dichas espardenyes son un calzado eminentemente campesino que finalmente se han convertido en un icono del folclorismo sardanero, y que no pegaban con la imagen que quería dar de la vida conventual. Cierto que también hubo quien disintió y dijo que estaba de acuerdo con la elección.
La verdad es que las espardenyes me proporcionaban las sensaciones que yo necesitaba. Con sus suelas de cuerda tejida, son un calzado silencioso, bien sujeto y que además, dentro de su ligereza, visten al pie de un modo que impide su visión. La cuerda de las suelas era perfecta también por su relación directa con el material de la escenografía: el esparto de las cuerdas que cuelgan. Me sentía a gusto con ellas y me daban el punto de inestabilidad que Jacobo necesitaba, porque el personaje es inestable.
Hace algunas funciones, en Arenys, varias personas se alarmaron un poco por el tema de marras, y me recordaron que los monjes del monasterio de la vila nunca habían calzado espardenyes sino las sandalias de toda la vida.
Así que, aprovechando nuestros bolos en Sevilla, me dediqué a buscar esas sandalias que me liberaran de las críticas y bañaran al espectáculo con una dosis más de realismo y rigor histórico-estético.
Encontré unas sandalias perfectas, que dan la imagen de pobreza y cierta precariedad que la obra necesita: paradójicamente son unas Panamá Jack de 80 €!!!! Pero como en el teatro nada es lo que parece, con la distancia y un poco de roña añadida, susodichas chanclas parecen creadas para el propio San Pedro hace 2000 años.
Pero, mira por dónde, y al hilo de lo que decía al principio, el calzado en el teatro no es una cuestión puramente estética, sino que tiene un componente más importe si cabe que es el de las sensaciones que otorga al actor y su comunicación con el suelo que pisa.
Lo primero que sentí al usarlas en la función de Barañáin es que los dedos de los pies se muestran al público, y eso me producía una cierta impresión de desnudez, nueva para mí con Jacobo.
Y por otro lado, y como no podía ser de otra manera, las glamurosas Panamá Jack venidas a menos en los pies de un humilde fraile, me proporcionan un agarre que para sí lo quisieran los fórmula 1. Y, por tanto, esa sensación de precariedad desaparece. Pisar con esa seguridad le da base a Jacobo y no estoy seguro de que eso sea bueno. De todos modos el handicap más importante es el momento de la caída con Don Juan en brazos. Una caída producida por un resbalón en pleno subidón de energía que siente el joven fraile al notar los primeros efluvios del mundo libre, mientras le glosa apasionadamente al viejo las maravillas del cuerpo humano. Pues bien, ese resbalón que con las espardenyes era natural y fácil, con las flamantes sandalias se convierte en un ejercicio de pantomima que hasta ahora se me ocurre lejos de mis habilidades. Así que llevo dos funciones cayéndome con el culo (nunca mejor dicho), creando una escena que más se asemeja al cuerpo a tierra de un guerrillero americano que al casual patinazo de un torpe fraile de la orden de San Benito.
Y esos detalles rompen con la simbiosis entre el personaje y yo, amén de hacerme sentir ridículo.
La solución pasa por recuperar mis espardenyes originales que me dan la inseguridad que preciso o ensayar cómo coño fingir un resbalón con ese prodigio del agarre pédico que son las Panamá Jack.
Difícil decisión.

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