Sevilla, cuna del Don Juan, nos recibía con su tiempo más maravilloso, sus veintipocos graditos que invitan a ir en manga corta y a pasear por esta ciudad admirando sus edificios y sus calles, que por cierto, se muestran preciosas y vivas unos años después de mi última visita.
Y precisamente en uno de esos edificios con un pasado importante en la historia de la capital andaluza es donde actuamos ayer y hoy. El teatro La Fundición en la Casa de la Moneda, un edificio del siglo dieciseis que se construyó para albergar la fábrica donde se fundía y se convertía en moneda parte del oro robado de manera despiadada e inmisericorde en América, previo paso por la vecina Torre del Oro.
Pues bien, el teatro La Fundición tiene una sala preciosa, una especie de capilla, aunque no lo es, pero que en sus techos tiene tres cúpulas con unos pequeños ventanales que invitan a pensar a uno que está en un edificio sacro. Y estos espacios nos van que ni pintados a nosotros. La acústica es excelente y la resonancia dota de un realismo extra todo lo que pasa en la escena.
El montaje fue difícil por la conformación de las estructuras, un truss a seis metros de altura al que se accede con un andamio móvil que hace que si hay escenografía se dificulten las cosas bastante.
Pero, a cambio, su recogido escenario hace refulgir en todo su esplendor nuestro convento imaginario.
Hacía tiempo que no gozaba tanto en una representación. Volví a disfrutar cada segundo, cada palabra, cada gesto. El hecho de actuar de nuevo sólo en castellanano y en un lugar tan próximo al público y en Sevilla, me cargó las pilas y me sentí como tocado por la gracia.
El escenario puede ser un lugar hostil a veces, donde te suceden cosas que te hacen sentir mal, donde te desnudas completamente y te muestras por dentro, donde te la juegas cada segundo escrutado bajo la mirada de un público que te absorve y te analiza. Y eso debemos asumirlo como parte de nuestra profesión: de hecho es la que la diferencia de todas las demás...
Pero el escenario, a veces, puede convertirse en algo parecido al paraíso, donde te sientes tan a gusto que no querrías que la función se acabarara jamás. Y ayer fue uno de ésos. Disfruté como un niño, me rencontré con los personajes con los muñecos con los momentos. Fue verdaderamente impagable que, en la escena del despertar de Don Juan, cuando sentado Jacobo y el viejo recostado en la cama, éste, mirando por una ventana imaginaria le espeta "Hay un mundo ahí a fuera..." seguido de un silencio. Pues bien, este silencio fue ayer acompañado de manera impagable por los trinos de las golondrinas que seguramente habitan los tejados del teatro y que, al atardecer, vuelven a sus nidos para pasar la noche con la alegría del que sabe que en este mundo volver a casa es algo que siempre hay que agradecer. Como diría Boris Izaguirre: ¡¡Qué momentassoo!! Casi me pongo a llorar. Son esas cositas, esos regalos que esta profesión te da, esas confluencias de casualidades que te hacen sentir que vale la pena, que sí, que sí... Fue tan bonito, tan único...
A partir de ahí, claro, todo fue rodado y la función transcurrió pausada y potente a la vez, con momentos de intimidad y momentos de pasión desenfrenada...
Salí de la escena radiante y, cosa muy rara en un actor, con la absoluta seguridad de que ayer sí, ayer el público vio lo que este espectáculo es, ni más ni menos: para eso trabajamos todos los que hemos trabajado en el Don Juan y de los que tan a menudo me acuerdo.
Gracias, los aplausos son siempre vuestros.
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